Fusión (Aquella María Patricia)


Y pensar que creí que la había dejado perdida en alguna esquina de bar o cuarto barato de motel, quizá entre cartones de vino malo y resacas que duelen más en la conciencia que en el hígado marchito y humillado.
Creía que a fuerza de excesos esa muchacha de noche y de gatos colgaba junto a los cuadros viejos de las cantinas que cantan amarguras olorosas a ron y a colonia empachosa. Ahí donde se apoyan en los respaldares carcomidos espaldas tristes resignadas a no olvidar: que toman para recordar con más fuerza que el olvido como prostitutas marchitas que inventan nombres y sueños en el espacio infinito que habita entre un cuerpo y un pantalón (total la memoria siempre abraza, es consuelo ante el golpe de haber vivido).
Por mucho tiempo esperé ver en la portada de los diarios el cadáver roto de esa María Patricia, con qué ansias revisé los obituarios y asistí a todos los funerales rebosantes de color y de flores (como una primavera feliz) que hubo en esta corroída ciudad. Me mezclé entre el ruido y las botellas que van quedando vacías, pero nunca más la volví a ver. Me interné voluntariamente en ese mundo hasta soñar con conejos haciendo el amor, y no volví a ver a mi otra cara, tal vez la más real de las dos…
Me despedí de su memoria y la guardé en la cajita en la que ahora habitan imágenes tuyas, para que no volviera a salir esa mujer que solo brillaba a la luz de los excesos y que desaparecía con los delirios que dejan las copas que trepan coléricas hasta la cabeza y atacan como arañas venenosas.
Pero no me pude resistir ante esta sorpresa, y solamente hoy en la mañana cuando me descifraba frente al espejo vi que quién estaba encerrada junto con la memoria era yo, mi yo máscara, mi yo mundo mentira y muralla, me encontré convertida en ella, ahora yo: María Patricia, y tal vez todo fue solo para que le escribieras otra carta como cuando creíamos que era nada más una chica imaginaria que bailaba entre sombrillas con los tigres de Tircania.

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